Desde hacía muchos años solía despertarme espontáneamente muy temprano, antes del amanecer. Ellos todavía no habían comprobado que yo era un profesor porque todavía no había empezado a impartir las clases.
De modo que no podía trabajar y los estudiantes no tenían la menor idea de que yo era un profesor. En vez de reza rezaban improperios contra Dios, contra el director, contra ritual; tenían que ducharse con agua fría en mitad del invierno era totalmente obligatorio.
Yo les oía y pensaba: «Es muy probable que cuando lleven seis años en este colegio no vuelvan a rezar ni a madrugar en toda su vida. Después de seis años de tortura habrán tenido más que suficiente con esa experiencia».
Le dije al director:
—No está bien que los obliguen a rezar. No se puede obligar a alguién a rezar, no se puede obligar a alguién a amar. Y me respondió:
—No es una cuestión de obligación. Aunque suspendiese la obligación de rezar, seguirán haciéndolo.
—Inténtalo —le dije.
Retiró la orden y, excepto yo, no se levantó nadie a las cuatro de la mañana. Llamé a la puerta del director y él tambien estaba durmiendo; siempre dormía y no participaba en la oración.
—Levántate y mira lo que ocurre —le dije—. No se ha levantado ni uno de los cinco mil estudiantes que hay. Ni uno sólo se ha ido a rezar.
Los pájaros no cantan por obligación. El cucú no canta porque haya recibido una orden presidencial o porque haya alguna emergencia que solventar; simplemente canta porque disfruta con el sol, con los árboles. La existencia es una celebración constante. Las flores no abren sus pétalos porque alguién se lo ordene, no es una obligación. Es una respuesta... una respuesta al sol, una muestra de respeto, de oración, de gratitud.
Osho
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