Los mensajeros que habían venido para llevarlos estaban confundidos. Se preguntaban entre ellos, “¿Qué salió mal?
¿Es este un error?
¿Por qué debemos llevar a este hombre santo al infierno?
¿No era un hombre santo?”
El más sabio entre ellos dijo, “Si, el era un hombre santo, pero envidiaba a la prostituta. Constantemente pensaba en las fiestas en la casa de ella y en el placer que allí se dispensaba. Las notas de la música que llegaban a la deriva a su casa lo afectaban hasta la médula. Ningún admirador de la prostituta, sentado en frente de ella, se conmovió nunca tanto como él lo estaba, oyendo los ruidos que venían de la residencia, el sonido de las campanillas de danzar que ella llevaba en sus tobillos. La totalidad de su atención estaba siempre enfocada en su lugar. Aún cuando estaba adorando a Dios, sus oídos estaban sintonizados a los sonidos de su casa.
“Y la prostituta? Mientras languidecía en el pozo de la perdición, siempre se preguntaba en qué misteriosa bendición se encontraba el hombre santo. Siempre que lo veía llevando flores para la adoración de la mañana, se preguntaba, ‘¿Cuándo seré merecedora de llevar flores de adoración al templo?, soy tan impura que apenas alcanzo a reunir suficiente coraje para entrar al templo.’ La prostituta solía sentirse transportada por el humo del incienso, el brillo de las lámparas, el sonido de la adoración hacia una suerte de meditación, tal como la que el hombre santo nunca pudo.
La prostituta siempre ansió la vida del hombre santo, y el hombre santo siempre deseó los placeres de la prostituta.”
Osho
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