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En la tradición budista Mahayana, por ejemplo, la compasión es uno de los puntos fundamentales de la práctica, junto con el conocimiento de la verdadera naturaleza de los fenómenos, o "vacuidad". A veces, no obstante, la compasión puede convertirse en algo construido y provisional porque no entendemos su verdadero principio. Una compasión genuina, no artificial, sólo puede surgir cuando hemos descubierto nuestra verdadera condición. Observando nuestros límites, nuestros condicionamientos, nuestros conflictos, podemos llegar a ser verdaderamente conscientes del sufrimiento de otros, y entonces nuestra propia experiencia se convertirá en una base, o modelo, que nos permitirá entender y ayudar mejor a los que nos rodean.
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¿Qué queremos indicar cuando decimos, "hacernos conscientes de nuestra propia condición"? Significa observarnos a nosotros mismos, descubrir quiénes somos, quiénes creemos que somos, y cuál es nuestra actitud hacia los demás y hacia la vida. Para ello es suficiente con observar los límites, los juicios mentales, las pasiones, el orgullo, los celos, los apegos y todas las actitudes en las que nos encerramos en el curso de tan sólo un día. ¿De dónde surgen?, ¿dónde están enraizados? Su fuente es nuestra visión dualística y nuestros condicionamientos. Para ayudarnos a nosotros mismos y a los demás, tenemos que superar todos los límites en los que estamos encerrados. Esta es la verdadera función de las enseñanzas.
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Si uno no logra entender el verdadero significado de una enseñanza en el contexto de su propia cultura, puede llegar a confundir la forma externa de una tradición religiosa con la esencia de su mensaje. Pongamos el ejemplo de una persona occidental, interesada en el budismo, que se va a la India en busca de un maestro. Allí encuentra un maestro tibetano tradicional que vive en un monasterio aislado y no conoce nada sobre la cultura occidental. Cuando a tal maestro se le pide que dé enseñanzas, seguirá el método que se usa para enseñar a los tibetanos, y la persona occidental tendrá algunas dificultades graves a superar, comenzando por el obstáculo del lenguaje. Quizá reciba una iniciación importante y quede impresionada por la atmósfera especial, por la "vibración" espiritual, pero no entenderá su significado. Atraída por la idea de un misticismo exótico, puede que permanezca durante unos meses en el monasterio, absorbiendo unos cuantos aspectos de la cultura tibetana y de sus costumbres religiosas. Cuando regresa a occidente está convencida de que ha entendido el budismo y se siente diferente de los que le rodean, comportándose como un tibetano.
Pero la verdad es que para que un occidental practique una enseñanza que viene de Tíbet, no hay necesidad de que se convierta en un tibetano. Por el contrario, es de capital importancia para él saber cómo integrar tal enseñanza con su propia cultura, a fin de poder comunicarla, en su forma esencial, a otros occidentales. A menudo, cuando la gente se aproxima a una enseñanza oriental, cree que su propia cultura no tiene valor. Esta es una actitud equivocada, porque cada cultura tiene su valor, relacionada con el medio ambiente y circunstancias en que se desarrolló. No se puede decir que ninguna cultura sea mejor que otra; más bien depende de cada individuo el que obtenga mayor o menor provecho de ella en términos de su desarrollo interno. Por esta razón, no tiene utilidad transportar reglas y costumbres a un ambiente cultural diferente de aquel en que surgieron.
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El hecho es que la gente está tan acostumbrada a poner etiquetas a las cosas, que es incapaz de entender algo que sobrepase sus límites. Permítaseme poner un ejemplo personal. Siempre que me encuentro con un tibetano que no me conoce bien, me hace la misma pregunta: "¿A qué escuela perteneces?". En Tibet, a lo largo de los siglos, se han desarrollado cuatro tradiciones budistas principales, y si un tibetano oye hablar de un maestro, estará convencido de que necesariamente pertenece a una de estas cuatro sectas. Si yo contesto que soy un practicante de Dzogchen, esta persona presumirá que pertenezco a la escuela Nyingmapa, dentro de la que se han preservado los textos Dzogchen. También me ha ocurrido que algunas personas, sabiendo que he escrito algunos libros sobre el Bon con objeto de revalorizar la cultura indígena de Tíbet, han dicho que soy un Bonpo. Pero Dzogchen no es una escuela o secta, ni un sistema religioso. Es simplemente un estado de conocimiento que los maestros han transmitido más allá de todo límite de sectas o tradiciones monásticas. En el linaje de las enseñanzas Dzogchen ha habido maestros pertenecientes a todas las clases sociales, incluyendo granjeros, nómadas, nobles, monjes y grandes figuras religiosas de todas las tradiciones espirituales y sectas.
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Las enseñanzas deben convertirse en un conocimiento vivo en todas nuestras actividades diarias. Esta es la esencia de la práctica, y fuera de esto no hay nada en particular que deba hacerse. Un monje, sin romper sus votos, puede perfectamente practicar Dzogchen, como puede hacerlo un sacerdote católico, un oficinista, un trabajador, y así sucesivamente, sin tener que abandonar su papel en la sociedad, porque el Dzogchen no cambia a las personas desde el exterior. Más bien las despierta internamente. Lo único que un maestro Dzogchen pedirá es que uno se observe a sí mismo a fin de obtener la conciencia despierta necesaria para aplicar las enseñanzas en la vida diaria.
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Todo el mundo tiene su propia forma de pensar y sus propias convicciones sobre la vida, aunque no todos puedan formularlas con precisión o definirlas filosóficamente. Todas las teorías filosóficas que existen han sido creadas por las confundidas mentes duales de los seres humanos. Lo que hoy se considera verdadero, mañana se puede reputar falso. Nadie puede garantizar la validez de una filosofía. Debido a ello, cualquier forma intelectual de ver es siempre parcial y relativa. El hecho es que no hay una verdad a buscar o confirmar lógicamente; más bien, lo que uno necesita hacer es descubrir en qué forma la mente nos confina continuamente en una condición de dualismo.
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